“Te han engañado como a un chino”, reza un dicho popular. Seguramente en estos tiempos de progreso e inclusión esto sea hasta racista o xenófobo, pero aun así no la termino de comprender. No me entra en la pelota cómo se puede engañar a un chino, como dice la expresión, si, aunque tenga una tienda de diez metros cuadrados tiene una pantalla más grande que la de cualquier casa de hijo de vecino y cinco cámaras. Lo que te diga, que no la entiendo. Aunque una vez engañase el arriba firmante a un chino.
En realidad, y para ser
rigurosos, fue a una china. En su establecimiento era un habitual, como ese
parroquiano que acude a diario y sin falta a la taberna. Me conocía, me había
ganado el derecho de poder comprar sin que mi sombra no fuera la mía. Lo que allí
compraba ni a ustedes les importa ni a mí me interesa acordarme. Dejen volar la
imaginación, total si para qué. Sí contaré que mi frecuencia de compra era
elevada, y mi nivel de fidelización rayaba la consanguinidad. Por poco me
invitan a la comunión de Wan Yi Zeng. En definitiva, era menos sospechoso que
un manco en un mercadillo.
En la época en la que iba al
chino, estaba tieso. Más tieso que las orejas de los de mi barrio cuando oyen
una sirena —si
sagaz encuentras chistes de estos faltones, no te creas demasiado listo que los
he colocado juntitos hoy adrede—, y en el día del gran golpe tenía
menos dinero que el de las zapatillas Noke —algunos son bastante malos,
eh, eso sí lo reconozco—. Era viernes y tenía ganas de merendar algo. Ahora porque
gano a espuertas escribiendo artículos, pero entonces era difícil llegar a fin
de semana. Lo último que me quedaba de dinero era un buen puñado de monedas de
uno, dos y cinco céntimos. Al contarlas apenas sumaban sesenta céntimos.
Insuficiente, necesitaba como mínimo un euro. Sin embargo, tenía un plan. El
chino estaba regentado por un chino y una china, presuntamente pareja —hay
que respetar la presunción de inocencia—, y también había tres chiquillos,
presuntamente sus hijos. El hombre era más celoso del negocio, aunque me
conocía y como muestra de ello me hacía una leve reverencia al entrar —completamente
entendible, me dejaba en su local lo que no tenía— pero no me concedía nada más:
una vez intenté dejar algo fiado y por poco me denuncia. Con él no había nada
que hacer, pero solía estar por las mañanas. Por la tarde, que era cuando me
disponía a dar el golpe obligado por las circunstancias, estaba la mujer. Al
entrar me sonreía abriendo la boca de par en par, como las puertas de los
garajes de los barcos, y después volvía a su ensimismamiento, a ver una serie
de esas chinas en una pequeña televisión. Parecía un robot. Su nivel de
concentración en la novela era uno que ya me gustaría a mí alcanzar. Yo,
sabiendo esto me dispuse a intentarlo: la idea era que con la confianza y la
cantidad de monedas la disuadiría de contar el dinero y cerciorarse de que el
dinero no era el suficiente. Eso hice. Cogí el artículo y solté en el mostrador
el pesado cargamento de monedas. Volvió la cara de la pantalla, volcó las monedas
sin apenas mirarlas en la caja y musitó un adiós cuando ya estaba mirando de
nuevo la novela. Misión cumplida: se la di a la china.
Antes de irme dejaré un par de
aclaraciones: el nombre del chiquillo me lo he inventado; lo demás, se lo
vuelvo a repetir, dejen volar la imaginación.
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