Un tipo con más dinero del que
pueda gastarse en cien vidas —Yes
Besos o algo así se llama—
fue hace unas semanas al espacio. Y parece ser que hay negocio en hacer este
viajecito, un nuevo nicho ha sido encontrado. Para quien pueda permitírselo,
claro. Algunos van más allá y piensan que en realidad, más que una vanidosa demostración
de lo que se puede hacer con tantísimo dinero, se anda buscando un lugar al que
marcharse ahora que el mundo se consume como una rama seca en una crepitante hoguera.
Y, si esta teoría es cierta, me parece bien que se busque un planeta alternativo
a este por parte de quien quiera y pueda. Y que si lo encuentra, pues como se dice
en andaluz: hale, a juir. Que aquí se quede también quien quiera y pueda.
Yo soy de los que va a quedarse
aquí. Y no porque me falte la blanca, que es condición sine qua non para
darse el paseo, sino por otros motivos. Elijo quedarme porque hace tres mil
años los fenicios pusieron un huevo, no de oro sino de plata, y ahí lo tienen
hoy, llamándose Cádiz, la ciudad más antigua de Occidente, y esquivando el
llanto desde la garganta. Y lo elijo porque los griegos dijeron que Hércules
vino hasta aquí a mostrar sus bíceps, y porque luego llegaron los romanos con
el latín, el garum y el pilum para adelante. Quiero quedarme aquí para vivir,
aunque sea de forma transitoria, en la ciudad cuyo último Sultán salió llorando
por haberla perdido, o eso reza en una leyenda. Que si me diera por salir al
espacio, sería para darme una vuelta por Saturno, Venus o Júpiter, por si acaso
aquellos homónimos dioses de la Antigua Roma resulta que existen y campan por
allí fuera. Me reitero: quiero quedarme aquí. Mis analgésicos, entretenimientos
y útiles se hicieron aquí abajo, y a ello me debo. Y eso que tal vez se
encuentre extraterrestres que hagan filosofía, literatura, deportes —igual el curling es para ellos lo
que para nosotros el fútbol—,
o hasta cerveza de cebada intergaláctica. Pero que no me bajo del burro, que me
quedo con lo de aquí. Con el Nuevo Mundo que hizo ensancharse como ninguna
nación a lo que llamamos España, y con la Semana Santa, la Feria, los Carnavales
y toda la cultura popular legada por nuestros antepasados. Incluso asumo toda
la vileza y los atropellos que nos han ido forjando la identidad. Qué seríamos
en España si no mentáramos a cada rato a la Inquisición, al franquismo o a la
madre que los parió. Qué harían los guiris en verano, o sea, nuestros colegas
europeos. Tendrían que buscarse un planeta con playa y cervezas de tres litros
para ponerse como un gambón de Neptuno, y como que no suena igual. Y qué sería
de mí si abandonara el lugar que me permite soñar con ser un afrancesado a
principios del diecinueve. O irme a tomar Jerusalén porque deus vult. O
atravesar los Alpes bajo el mando de Aníbal. Quién me igualaría las aventuras
recorridas con Tintín o Astérix, o la acidez, irreverencia, transgresión de Los
Simpsons. Que no quillo, que no me voy de aquí, que hago una analogía con Verano
Azul, y proclamo que de la Tierra no me moverán. Que el único espacio que quiero
recorrer es la infinitud de mi imaginación.
Si el mundo se está consumiendo y
nos vamos a ir a hacer puñetas, aquí me quedaré cual capitán de barco para
hacerle una oda mientras pueda. Seré
como la orquesta del Titanic, y lo haré para tratar de agradecerle tanto como
me ha dado y me seguirá dando hasta que él o yo nos transformemos. Así que
iros, idos, íos o cómo coño se diga, que se está muy a gusto a casi ciento
cincuenta millones de kilómetros del sol, aunque a ver si se echa un poquito
más para allá que vaya calorcito, mamón.
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