Observo como mucha gente joven queda atrapada en las telarañas de la cultura asiática. Desde los dibujos animados, como el anime, hasta los grupos musicales pasando por la forma de vestir. Incluso la literatura. Y yo, sintiéndome como un abuelo delante de YouTube, me quedo descolocado, atónito. No alcanzo a comprender estos gustos. Me pillan en fuera de juego, sin atracción, impotente, no se me levanta la inquietud.
Algunos adoptan sus formas de
vestir o incluso de ser: prendas que no encajan con las modas occidentales y
comportamientos retraídos, introvertidos. Es curioso. Para alguien que trata de
escudriñar la sociedad es interesantísimo. ¿Por qué? ¿Qué tendrá aquella
cultura que es capaz de seducir a tanta juventud? Solo se me ocurren dos posibilidades:
o bien posee algo que se hurta a mi presencia, o simplemente se trata de una
tendencia que ahora mira hacia el otro lado del mundo, dejando en la cuneta a
la cultura del centro de Norteamérica. Trataré de averiguarlo.
Entretanto, a mí lo que me mantiene
embelesado es la cultura grecorromana. Quiero postular a la Academia, luchar
junto a Aquiles, Menelao y Áyax. Me veo osado como para echarle un pulso a
Hércules y volar junto a Ícaro. Me encantaría sentarme a escuchar a Platón y
darme un paseo por el Hades. Asimismo, estoy dispuesto a golpear una y otra vez
el yunque con Vulcano de maestro y a transcribir los pensamientos de Marco
Aurelio, a los que titularé “Meditaciones”. Lo tengo claro: si Neptuno me deja
no dudaría en embarcarme en un viaje no por el Aqueronte, sino por el
Mediterráneo, hasta las entrañas de lo que hoy conocemos como civilización
occidental.
Tal vez yo sea un carca y esté
fuera de onda. O puede que sea esnobismo. Sea lo que sea me la refanfinfla. Soy
feliz emborrachándome en las tabernas de la antigüedad con Virgilio y Homero.
Pero ¡por Júpiter!, que nadie piense que crea que una opción es mejor que la
otra. Solo lo cuento. Marte me libre de ello, y me de fuerza para seguir
empapándome de los cimientos de quién somos.
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