El año pasado escribí un artículo para
despedir el año —así se llamaba—. Fue un texto hiperbólico, de los que
se paren y luego tú me dirás. Así que, aunque no creo que tenga que purgar
nada, intentaré que el presente sea un mensaje de esperanza.
Contra el Espíritu Santo se blasfema a diario. En todo el
mundo, pero en esta tierra se hace con más vehemencia. Son muchos los pecadores
que, con premeditación, alevosía, nocturnidad y todos los agravantes
contemplados en el Código Penal peca, peca y vuelve a pecar, como dice el
villancico, a diario. España es una tierra feraz para los pecadores
empedernidos, es la primera verdad sociológica que puede asentarse. Por cierto,
he de aclarar que el Espíritu Santo es la inteligencia, no vaya a confundirse
con el pichón o la llamita. Pero ¿saben ustedes qué es lo peor? Que siendo yo
un ignorante abismal parezco hasta un poco inteligente en medio de este erial
sin clarividencia.
Tranquilidad, en toda esta jungla de estulticia aguantan
focos de esperanza. Irreductibles islas. Como en las películas cursis, existen
tipos buenos que nos intentarán salvar, aunque no lo merezcamos. Y este verano
encontré sin buscarlo dos ejemplos: dos individuos aislados que se resisten a fumar
del opio de la tecnología, entre otros humos alienantes. Eran dos chicos de unos doce o trece
años. El primero, en el vestíbulo de un hotel. Bajo el brazo no llevaba una tableta
ni una Nintendo, PSP o cualquier otra consola portátil. Había llegado al hotel
con lo más parecido a un pan bajo el brazo: un libro. Y cuando estuvo cansado
de esperar, o porque se le encendió la chispa de la lectura, se separó de
sus padres y se puso a leer el libro en su regazo, sentado en un sofá. El
otro chico, en una tarde que se vencía en un pueblo de Cádiz, se bajó de un
coche junto a su abuela. Y en su mano, tomándolo como quien se abraza a una
verdad, un libro de Poe.
Ellos no lo saben, pero sonreí. Y creí. Y pensé, aun
sabiendo que —gracias en parte a los libros— la vida no es casi nunca como
aquellas películas, que siempre cabe la esperanza. Noto cómo los héroes
cansados de Pérez-Reverte calan en mí. Comienzo a encontrar en las islas
motivos para seguir creyendo, con fe, y para tratar de no pecar en exceso.
Amen.
Amen los libros. Que el veintidós les traiga de los buenos y cosas buenas.
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