Me pregunto acerca de qué es vivir la vida. Porque la idea impuesta en torno a esta cuestión es la de experimentar todo lo posible. Pero hacerlo en el sentido de probar toda sustancia digestible, tirarse de farra hasta perder la consciencia y chiscarse todas las piedras que se crucen por delante. A eso se le suele llamar “vivir la vida”. De eso creen que se trata todos aquellos que se pintan de forma indeleble en la piel —tatúan—la manidísima locución que ya sabrán cuál es. Como no es mi favorita no la voy a reproducir. Bueno sí, pero traducida: recoge tu día.
El que suscribe, entenderán, no comparte esta perspectiva más que hedonista. Para mí, vivir la vida es tratar de conjugar lo que se nos pone por delante
para que nuestro sumarísimo trámite sea lo más soportable posible. No digo que
los licores, los humos y otros analgésicos no ayuden; pero sí que colocándolos a ellos
en el centro nos olvidamos de otros placeres dadores de vida. Sentarse al sol
en otoño, cuyo sol calienta sin quemar, es un ejemplo de lo que digo. Una
charla amena, una buena canción o un libro sugestivo. La moneda que cae boca
arriba. La mañana en que te levantas con energía para enfrentarte a las contingencias
siempre acechantes. El olor de un guiso colándose por la ventana del patio de
vecinos. Los niños que juegan en la plaza y te hacen querer volver. La lucidez
de saber que hoy sí y mañana tal vez. Apreciar, ponderar, darle su lugar a todo
es vivir la vida. No dejar de aprender: la forma más eficiente de exprimir la
vida, tanto que casi alcanzas la inmortalidad.
Escribir es vivir la vida. La que sobrellevas, la que sueñas y la que proyectas. La que nunca será. La que se conjuga en presente y se quedará en el futuro perfecto, cuando todo sea pretérito simple. Brindemos por la vida con una buena birra.
Se acabó esta revisión al carpe diem, me voy a preguntarle a Horacio, a ver qué leches le parece lo que he escrito.
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