Hace un puñado de meses, tal vez
suficientes como para canjearlos por algún año, comencé a construir una
biblioteca muy especial. Estoy seguro de que todas las bibliotecas son
especiales, así que os contaré por qué la mía lo es también, igual que el patio de
mi casa es particular, y cuando se llueve se moja como los demás —para que se vea que las canciones
infantiles sirven para citarse y poner énfasis—. Vénganse, os invito a mi biblioteca, le acabo de pasar el trapo al anaquel.
He decidido defender la
singularidad de mi biblioteca con dos argumentos. El primero es que los libros conforman
una selecta colección en cuanto al contenido, no por su apariencia. De esta forma,
voy recopilando libros de Filosofía, Economía, Sociología, Historia o Clásicos
españoles y universales en tapa blanda, dura, ediciones de bolsillo o libros de
segunda o decimocuarta mano. Solo me interesan las hojas, el interior, que
queda subrayado a lápiz, bolígrafo o rotulador e invadido por mis anotaciones
tras cada lectura. No son aún muchos ni creo que terminen siendo más que algún
que otro centenar. Son piezas escogidas y, aunque las pueden separar veinte y
unos pocos siglos, se llevan bastante bien.
Este argumento, el que viene, el
segundo, es el bueno de verdad. El otro no es malo, mas este es definitivo. Si
algo alimenta mi afán recopilador es pensar en el porvenir. Y en concreto, en
quién vendrá. Los libros los busco para mí, los leo yo, en el presente que compartimos todos. Pero miro
hacia el futuro, donde espero traer a este mundo a alguien que perpetúe la estirpe.
Y, como sé el mundo al que llegaría, se me hace un imperativo moral ir allanando
su camino. Es por
esto que busco en mis libros herramientas para comprender hoy yo, y para que mañana
comprendan mis hijos. Quizá ni vengan, pero si les lanzo la papeleta de caer
en este mundo, que al menos tengan asideros a los que agarrarse durante las
turbulencias. Se puede concluir, por tanto, que es la mía una biblioteca del
mañana. Pero sin e-books ni pijadas de esas, eso seguro que no.
Busco, escojo, compro, tomo
prestado indefinidamente —eufemismo
de un verbo que no quiero mencionar por si en un futuro leen esto mis hipotéticos
vástagos— libros para sentirme más
libre. Y también lo hago para darle en un futuro a mis hijos unas alas con las que puedan ir en pos de su libertad. Unas más consistentes, o eso espero, que las que Dédalo
le procuró a su chiquillo.
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