Una de cuernos

 Motu proprio no he ido nunca a los toros, siempre he sido invitado a ir, que no conminado. He de confesar que hace tiempo que no planto la almohadilla en la barrera, amén de que no cuento por decenas las corridas presenciadas, aunque al menos las guardadas en la retina han sido en plazas señeras: Sevilla, El Puerto de Santa María o Pamplona. Con esto quiero decir que no soy aficionado, y no es por objeción de conciencia o por mera vergüenza, sino por no reunir lo necesario para serlo; pero que sí poseo los mimbres necesarios para escribir este artículo, para contar mi verdad taurina.

He crecido escuchando el ferviente debate sobre esta cuestión, y es hora de dejar, como he dicho más arriba, mi verdad en este espacio. Aunque el prefijo anti-, importado del griego, no me gusta, entiendo a los antitaurinos y su postura. Ya ven, empezamos fuerte. Percibir la tauromaquia como una actividad bárbara, como un “obsceno negocio que trafica con la tortura y la crueldad” entra dentro del espectro de lo razonable, según mi criterio. De hecho, he llegado a sentir en algún momento de alguna corrida la sensación de estar presenciando una tétrica función. Supongo que eso deben sentir todo el tiempo los que se autodenominan antitaurinos, a quienes, reitero, comprendo. 

Sin embargo, como una epifanía, envuelto por una pátina estética, he visto el arte. Aquello a lo que puede llamarse el arte. La poesía en un capote volando para guiar los envites instintivos de un animal bravo y noble. El lienzo de albero sobre el que se difuminan los destellos de una ceñida piel brillante y bordada, a la que baña el sol de las cinco de la tarde. Y lo he llegado a sentir, fugazmente, en el breve espacio que hallan las revelaciones artísticas. En el lapso en que se detiene el curso inexorable de la existencia. Creo, en resumidas cuentas, que la tauromaquia como arte es una liturgia, e igual que si se puede no llegar a entender a un sacerdote levantando una copa, puede no concebirse a un torero moviendo un trapo. Así lo veo, así os lo digo. 

Ya que he mencionado lo del debate, sin entrar en la estupidez de muchos de los argumentos y las sendas réplicas—, me posicionaré en contra de la abolición. Quiero decir de la abolición a través de la inapelable ley. Considero, y esto puede ser una pista para el que la coja, que es acreedora de mucha razón la teoría de que la más efectiva forma de acabar con algo es la autodestrucción. Si la tauromaquia se autofagocita, que lo haga; va camino de ello si se observa el panorama actual. Pero que ningún elemento exógeno se la cargue, eso no lo comprendería.

Si les digo la verdad, me haría ilusión que este artículo no le gustara a nadie, y puede hasta que lo consiga. Me gusta hacer amigos. Entretanto, mientras deciden ustedes qué os ha parecido, seguiré a lo mío, atento a una eventual invitación, mas sosegado, impasible si esta no llega y al final los toros se embisten a sí mismos.

Cuidado con los cuernos, las astas en nuestro país son muy traicioneras —no sé qué quiero decir con esta frase pero me parece que quedaba bien—. Nos vemos en los toros, o no.

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