Andando se hace camino

 

Soy un hombre de rutinas, las necesito. Mientras soy capaz de cumplirlas, hacen que me sienta ordenado en medio del maremágnum que es mi curso vital. La contrapartida es esa, que me cuesta mantenerlas en el tiempo.

Una de estas rutinas consiste en recorrer con gusto, pero no por placer, medio callejero de la ciudad que habito gran parte del año, interrupciones forzosas aparte. Lo hago casi cada viernes, y el trayecto de más o menos una hora es una fascinante aventura, me río yo de Washington Irving.

Comienzo por lo más importante: reunir fuerzas para el viaje. Desayuno, la mayoría de las ocasiones, en la cafetería del lugar que me alimenta intelectualmente, fíjense como llena mis buches ese lugar al que llamamos Facultad. Cuando no lo hago ahí, me tomo mi preceptiva tostada con su respectivo café en un bar de barrio. De esos minúsculos espacios donde un buenos días equivale a un Ave María Purísima.  Empinado el vaso de agua me cuelgo la mochila, ese apéndice que porta mis bártulos, y salgo con una pata detrás de la otra. Encaro la acera hasta llegar a una sucesión de semáforos que he de cruzar. En estos ocurre algo que debe explicarlo la psicología supongo, pues si está en rojo y nadie se lanza a infringir la norma, todos cumplen. Ahora bien, si alguien se adelanta a pasar con el monigote coloreado de rojo el resto hacen lo propio. Cosas del Homo sapiens. El cambio de acera es clave, siempre y cuando se ande con ojo al cruzar, porque no se ve lo mismo en cada lado. Por el que suelo caminar se aprecia mucha vida. Una floristería que desprende una fragancia sedosa, el tañido de los golpes del cazo de una cafetera o el camión del tapicero con su dichosa odiosa— cuña. Bullicio en el tiempo de esparcimiento de los niños de un colegio cercano. El suelo mojado por haber adecentado con cubo y fregona la puerta de la librería, el coche cortando el paso peatonal antes de ser introducido al taller. El carrusel no deja de moverse, y el sonido ambiente de la vida no cesa.

La gente. Si algo hace de esta rutina un hecho merecedor de un artículo es la gente con la que me cruzo. El chico que me ha repartido folletos de propaganda como para imprimir un Quijote, la señora que llega tarde a la parada del circular. El barbero que aguarda en la puerta del local fumando, resignado a que ningún cliente aparezca por allí. El cuponero pregonando o las manos pedigüeñas, ignoradas por la inmensa mayoría. Todo esto veo, y más. Me hago la ilusión de que atravieso un circo vital, donde soy un visitante observando un breve fragmento de la vida de todas estas personas que casi seguro que no reparan en mí.

Al pasar por un parque se multiplica la variedad de la fauna: una pareja exprimiendo su amor, estrujando sus cuerpos para obtener el néctar de la pasión; un fotógrafo improvisado inmortalizando una estatua que corona el recinto; un señor de pelo plateado empujando la silla de ruedas en la que se sienta su mujer, qué digo una silla de ruedas, es un corcel de fuego que tira de Helios, su diosa particular. Veo mucho e imagino más. Gabardinas que vuelan por las avenidas, tacones que repiquetean por la presteza de sus portadoras, viandantes que no llevan prisa y reparan en cualquier señal que se les pone ante sus ojos.  Maletas que van y que vienen. Taxis que cargan y descargan. La muerte que se debate entre estridentes bocinas. Y todo esto ocurre de día.

Ahora, contándolo, reparo en lo que en puridad estoy percibiendo. Esta rutina, el paseo, es una metáfora de la vida, lo tiene todo. Lo vivo, pero no dejo de ser un espectador, que puede torcer una calle en lugar de la otra, cruzar en verde o en rojo, llegar a tiempo a la marquesina, continuar caminando o esperar quieto a que cese el ruido y se haga la noche.

Mientras las piernas no me fallen continuaré caminando, con los ojos bien abiertos pero discreto, con el cuello de la chaqueta alzado y las gafas de sol ceñidas a la nariz, como un mero espectador.

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