Las últimas tonterías que he
leído por ahí —me refiero a las Redes Sociales, no a los libros—, me
motivan a teclear este artículo. Que si Almudena Grandes se declaraba roja y dejó dicho esto y lo otro. Que si Vargas Llosa se aproxima a la ultraderecha. Entre
otras cosas que ni quiero ni puedo ni debo ni me apetece acordarme. La ideología de los autores es la que crean que deban tener, y como en ningún caso
me parece que se salga de los límites razonables, pues me importa una cantidad tal que pertenece a un intervalo que oscila entre nada y menos todavía.
La ideología pudiera ser interesante, sobre todo para entender algunos porqués, ya que si Andrés Trapiello dice que “los escritores franquistas ganaron la guerra pero perdieron los manuales de literatura”, será por algo. Pero he dicho que no me importa. Dejémosla al margen —casi— en toda ocasión que hablemos de este asuntito.
Y si la ideología me importa
poco, menos aún lo hace la vida privada. Lo abyecto, malvado, perverso o simplemente
gilipollas que pudiera ser un literato me es indiferente. En qué afecta eso a
sus obras. Quiero decir, en qué grado modifica la calidad de la obra que llega
a mis manos, a mis ojos y a las tabernas de mi alma. Creo que en nada. Y eso es
lo único que me interesa: que lo que lea sea bueno, que me excite, soliviante,
desnude, conmueva y estalle en un placer que muchos de ustedes bien conocerán. No
creerán que pienso en las tórridas cartas que se enviaban Galdós y Pardo Bazán
cuando leo La Tribuna o Tristana, por ejemplo. O lo que se oye por ahí de
Neruda sobre su pequeña, o que Salinger se comportaba de manera despreciable
con las mujeres de su vida, como relata su hija. No pienso en nada de esto
cuando leo a quienes lo hago. Y jamás, si aguanto en mis cabales, lo haré.
Cuando busco a buenas personas es
porque las quiero tener a mi lado. No para disfrutar con un libro. Además, cómo
somos cada uno de nosotros para juzgar a los demás. Cómo podemos ser descritos
a los ojos de los demás. Por eso es absurdo tomarse en serio la idea de censurar
a los autores por su vida privada. Y aún menos por motivos políticos, porque de
esta forma libros como Mein Kampf no podrían ser leídos hoy, con lo pernicioso
que esto sería.
Aunque pensándolo bien, al que teclea no le
vendría mal que la sociedad siguiera el influjo de esta corriente. ¿Que por
qué? Pues porque en su vida ha roto un plato; porque una vez adoptó a un perro
callejero; porque no arremete flagrantemente contra Pedro Sánchez y, por si
fuera poco, va caminando a todos lados para no contaminar. Debiera ser más
leído, por favor.
Ahora lo dice cualquiera, pero en
el siglo segundo —de los veintiuno que llevamos detrás de Cristo— Marco
Aurelio tecleó que no había que meterse en la vida de los demás. Así que vamos
a hacerle caso a los mayores, y vamos a leer sin mirar a quién.
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