Las ideas pululan por la sesera con
una interrelación tal que a más de un puritano le haría añicos su sensibilidad.
A pesar del ímprobo esfuerzo de quienes dirigen los programas de estudio de que no se produzca, esto es lo que ocurre en las mentes mínimamente
activas. Lo que quiero decir es que el
tiempo, poco después de tratarlo en un artículo, vuelve a tomar parte en un
texto. Aquella vez fue para los problemas que a uno le azotan, esta vez es para
la miseria que somos como seres humanos.
¡Cómo en el año dos mil veintidós!,
¡cómo en el siglo veintiuno! Pues mire usted, vaya estupidez más grande. Así,
sin paliativos. ¿Qué da pie a pensar que estos tiempos que corren sean
superiores a los que nos preceden? ¿La tecnología? O, mejor dicho, ¿que seamos
capaces de que una máquina nos haga tareas cotidianas y nos ponga la música que
le pedimos? Que equivocados estamos o nos dejamos estar. Solamente cambia el
escenario, amigos: antes viajábamos en carromato y ahora en patinete eléctrico.
Nótese esto: viajábamos. Tendemos a pensar que somos mejores, que
evolucionamos, y nada más lejos de la realidad. Hasta empiezo a dudar de que la
mentalidad haya mudado, visto y escuchado lo visto y escuchado. Si esto se comprende de forma muy sencilla: "de la pandemia saldremos mejores". Nada que añadir.
Pero qué puñetas sustenta el
absurdo pensamiento de que las guerras son cosa de siglos pasados —en este
también las hay y las ha habido, pero no son mainstream, es decir, que
no dan audiencia— y no de ahora. Las dos primeras décadas del siglo pasado,
previas a la Gran Guerra, fueron la vanguardia de su tiempo, con el Ford T
bramando entre burros y caballos. Entonces pensaban que el siglo diecinueve,
bien movidito, había sido superado. El hombre había alcanzado su clímax. Y dos
guerras mundiales, con una guerra civil en España por medio, dejó Europa hecha
un cristo. Pero como somos estúpidos e ignorantes, unos estúpidos ignorantes,
nos creemos ajenos a la barbarie y al dolor. Y lo que es peor: ajenos a los
juegos de transformación que la historia de la humanidad nos enseña. Hoy, seis
de marzo, es la vanguardia de los tiempos, y hay una guerra en Europa. Nada
fuera de lo posible. Nos ha tocado vivirlo, y eso que por ahora el frente está
a cuatro cifras de kilómetros de aquí. En ochenta años, si es que llegamos, nos
verán en blanco y negro, como nosotros vemos aquellos tiempos. Pero ¿verdad que
no percibimos que nuestro presente sea en blanco y negro?
Ser estúpidos ignorantes nos
lleva a ser también egoístas. Lo que realmente queremos es que no llegue aquí,
que a nosotros nos dejen con nuestras miserables vidas de rutina, consumo e
indigencia intelectual. De mediocridad moral, siendo generoso. Pero no sabemos
cómo hemos alcanzado esta vida de paz y prosperidad superficial. ¿Sabemos,
acaso, que uno de los pilares de lo que somos hoy, la Unión Europea, nace entre
otros motivos para garantizar la paz en el viejo continente, para cooperar
después de habernos dado hasta en el alma? Pensamos que esta normalidad —la
antigua, la nueva y la que se quieran inventar— es fruto de los tiempos de
los drones y los youtuberos. Que nuestra vida es plácida porque vivimos en el
año dos mil veintidós, recogido en el siglo veintiuno, y nada puede ir mal.
Sin embargo, y aunque las series
superchulas no tengan este guion, como al hombre lo siguen moviendo los
intereses pues la guerra y todo lo que ya se haya dado podrá repetirse. Lo raro
es extrañarse. Si mañana nos toca coger una escopeta por primera vez acuérdense,
que no hace tanto tiempo, de la Quinta del Biberón. Y si no se acuerdan, o no
lo saben, tal vez ahí esté el problema.
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